La voluntad humana

El océano todo un abismo

En las primeras décadas del siglo XIX, los pueblos y países se
aproximan con más rapidez que antes en milenios. La llegada del
ferrocarril, del buque a vapor y, poco después, del telégrafo, suponen
un cambio gigante en el ritmo y la medida de la velocidad con que se
mueven las personas o las noticias.

A ese avance imparable se opone, sin embargo, un gran
obstáculo. Mientras las palabras se propagan al instante de un extremo
a otro de Europa, e incluso de Asia, gracias a los aisladores de
porcelana colocados en los postes telegráficos, es imposible
transmitir a través del mar. Y aunque en 1851 se logra unir Inglaterra
con el resto de Europa mediante un cable submarino, la posibilidad de
hacer lo mismo cruzando todo el Atlántico parece a todos una utopía
irrealizable. Cualquier comunicación entre Europa y América supone al
menos dos o tres semanas de navegación.

En aquellos años primeros de la electricidad, casi todos los
factores permanecen aún ignorados: nadie ha medido la profundidad del
mar, se desconoce la geología de sus fondos, no se sabe si un cable a
semejante profundidad logrará soportar las tremendas presiones
abisales, no existen barcos capaces de transportar la carga que
suponen los casi cuatro mil kilómetros de cable, y además, nadie
asegura que una señal eléctrica pueda mantenerse a lo largo de una
distancia semejante. Todos consideran la idea como un imposible.
Éxito aparente a la tercera

Pero, como escribió Stefan Zweig relatando este episodio
memorable, para que se realice un milagro, o algo milagroso, siempre
ha sido preciso como primera condición que alguien tenga fe en ese
milagro. En 1854, un joven empresario de 35 años llamado Cyrus W.
Field, lleno de entusiasmo, se propone unir los dos continentes
mediante un cable submarino, y con una energía dispuesta a vencer
cualquier obstáculo pone manos a la obra.

Field busca el enorme capital necesario, acondiciona los
buques, pone en marcha la fabricación del cable y hace una primera
tentativa en agosto de 1857, que fracasa por una fortuita rotura del
hilo metálico: un insignificante error técnico malogra el trabajo de
años. Al verano siguiente vuelve a intentarlo, pero esta vez será una
enorme tempestad quien frustre de nuevo el proyecto, pues diez días de
tremendo temporal dejan dañados tanto uno de los buques como algunas
de las grandes bobinas que llevaba en sus bodegas, con lo que no hay
suficiente cable para cubrir la distancia requerida. El tercer viaje,
que se realiza un mes después, tiene que superar fuertes presiones de
la mayoría de los inversores, que consideran mejor vender el cable que
queda y renunciar a un proyecto que ven cada vez más arriesgado. Pero
la travesía termina con un éxito espectacular, pues se logra enlazar
el cable sin contratiempos y Field es recibido en América en medio de
grandes festejos y celebraciones.
La voluntad humana

Sin embargo, a los pocos días el telégrafo deja de funcionar.
El descomunal entusiasmo, la ola apasionada del júbilo, se convierte
de repente en otra de maliciosa amargura e inculpación contra Field,
que tiene que esconderse como un criminal de quienes ayer eran sus
amigos y admiradores.

Por espacio de seis años el cable permanece olvidado en el
mar, y el proyecto más audaz del siglo XIX vuelve a convertirse en una
leyenda. Nadie piensa en reanudar la obra lograda a medias. Parece que
la terrible derrota había paralizado todas las fuerzas y ahogado todo
entusiasmo. Sin embargo, en 1865 el proyecto se relanza de nuevo. Aun
cuando fracasa la primera tentativa, y dos días antes de llegar a la
meta el cable se rompe y el océano se traga otra vez 600.000 libras
esterlinas, al verano siguiente, el 27 de julio de 1866, el proyecto
es coronado por el éxito definitivo.

Este episodio es una prueba más de cómo el valor ingenuo de un
hombre sin experiencia puede encerrar un gran impulso creador,
precisamente en las ocasiones en que todos los entendidos titubean. La
nueva fuerza milagrosa de la época, la electricidad, se mezcló con el
elemento dinámico más fuerte de la naturaleza: la voluntad humana.

Alfonso Aguiló
www.hacerfamilia.es