No quiero ser mujer florero

Al advertir en estos primeros días del verano el empeño de todas las
mujeres por estar superatractivas, acudía a mi memoria aquella canción
que comienza con un "de mayor quiero ser mujer florero, metidita en
casita yo te espero, las zapatillas de cuadros preparadas, todo limpio
y muy bien hecha la cama". Venía a mi cabeza también la consideración
de cómo décadas de lucha por la liberación de la mujer han traído, en
muchos casos y en no pocos ámbitos, una esclavización de muchas
mujeres, que viven en una total dependencia de la mirada de los demás.
En la canción de Ella baila sola se caricaturizaba aquel anticuado
"ideal femenino" -si es que alguna vez existió- en el que la mujer
aspiraba sólo a ser un complemento del varón de quien recibía su
identidad: "yo aquí siempre te espero porque yo sin ti es que no soy
nada", seguía la letra. Afortunadamente ya no hay nadie que piense
así, pero me parece, en cambio, que la cultura epidérmica de la
publicidad y el glamour nos está reduciendo a la condición de floreros
tanto a ellas como a ellos.

Se dice que el problema de muchas mujeres de hoy es que quieren ser de
película, que quieren ser realmente mujeres florero. "Durante todos
estos siglos -escribía en 1928 Virginia Woolf-, las mujeres han sido
espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar la silueta
del varón al doble de su tamaño natural". Ahora aquel sometimiento
histórico de la mujer al varón como espejo en el que éste se miraba
está siendo reemplazado por la aspiración a ser objeto que atraiga la
mirada y el deseo de los demás. Ser florero es convertirse en un
objeto decorativo -puesto a menudo para rellenar un hueco- que alcanza
su plenitud cuando logra llamar la atención. El cambio de espejo a
florero no altera la cosificación de la mujer, quizás incluso la torna
más humillante, pues a menudo se trata de una objetualización
voluntariamente buscada. Cuántas mujeres hoy en día salen a la calle
vestidas llamativamente para ser objeto del deseo de quienes las ven.

La exhibición es el recurso infalible, que nunca pasa de moda, para
llamar la atención. Realmente no es fácil entender las modas que
llevan a exhibir el ombligo o la ropa interior, ni tampoco es posible
predecir qué va a pasar a este respecto en los próximos años. Lo que
sabemos es que esa moda tal como ha venido desaparecerá, de la misma
manera que los zapatos de mujer pasan de puntiagudos a cuadrados
cíclicamente. Leí ayer que Cristina Onassis jamás volvía a ponerse un
mismo vestido por segunda vez, así que cuando uno le gustaba mucho, se
compraba dos. A quienes nos gusta llevar ropa cómoda por muy usada nos
horroriza un comportamiento así y nos sentimos felices de no tener que
atenernos a esa dictadura consumista.

Pero el exhibicionismo es algo más profundo y radical que una moda.
Hace algunos años una espigada estudiante que llevaba un palmo de
vientre al aire me explicó que vestía así porque era su manera de
gritar que necesitaba que la quisieran. Me impresionó aquella
explicación porque acierta derechamente en un registro muy hondo de
los seres humanos. Lo que queremos por encima de todo es que nos
quieran y estamos dispuestos a hacer lo que sea para conseguirlo.
Buena parte del atractivo de la moda es el señuelo de que si vistes de
esa manera llamarás la atención, gustarás a los demás que se sentirán
atraídos por ti y te querrán. Y tiene parte de razón este tipo de
argumento, pero desconoce que los seres humanos no queremos a los
cuerpos, sino a las personas. Las personas se expresan en su
corporalidad y en su manera de vestir, pero son muchísimo más
interesantes y amables que su atuendo.

Otra alumna, comentando en su examen de junio aquello que Machado pone
en boca del maestro Juan de Mairena: "Después de la verdad nada hay
tan bello como la ficción", me hacía caer en la cuenta de que los
seres humanos sólo podemos vernos de cuerpo entero en un espejo y
quizá por eso tendemos a pensar que la imagen en el espejo -que es
siempre una imagen, una ficción- es la verdad acerca de nosotros
mismos. "La ficción -explicaba Laura en su comentario- nos esclaviza
hasta hacernos creer que no somos libres. La ficción, en su falsa
belleza, nos encoge y nos impide ver más allá de lo que ella misma
representa. Hay belleza en la ficción, pero no es más que una
apariencia, un sueño. La verdad es luz que esclarece y muestra la
autenticidad de lo que somos. La ficción atrae, pero la verdad libera.
La verdad nos da vida y si queremos encontrarnos en nosotros mismos y
no sólo como mero reflejo en el espejo, es necesario que creamos en su
fuerza y en el poder que imprime en nuestras vidas". Efectivamente,
las imágenes reflejadas en los espejos son capaces de esclavizar hasta
la anorexia cuando son tomadas como la verdad acerca de nosotros
mismos.

Pero, por otra parte, cuántas veces las mujeres de película, las
mujeres de ficción, impiden que los hombres atendamos a las mujeres
reales a nuestro lado, esposas, colegas, madres, hijas, hermanas. Ayer
un profesor universitario me enviaba desde Italia un patético chiste
de Glasbergen en el que aparece una mujer en la perfumería pidiendo
algún perfume que huela a computadora para recuperar así la atención
de su esposo. En los procesos de divorcio -al menos en los Estados
Unidos- ha comenzado a figurar de manera creciente como motivo de la
separación el consumo de pornografía on line por parte del marido. La
esposa real no es capaz de competir con las mujeres de ficción ni con
las prestaciones sexuales que éstas ofrecen a través de Internet. Es
una realidad sórdida y penosa, pero probablemente nos encontramos ante
un círculo perverso y deshumanizador de las relaciones entre varones y
mujeres que adoptan formas cuasi-simétricas de pornografía y
exhibicionismo.

Pero, y ¿qué pasa con los hombres? La publicidad nos presenta
paulatinamente una cierta androginización metrosexual de los iconos de
moda masculina. También los hombres -sobre todo algunos jóvenes-
quieren ser floreros. De la misma manera progresiva que crece el
mercado de cosmética masculina (incluida la depilación), los chicos
jóvenes se empeñan cuidadosamente en enseñarnos sus calzoncillos. Al
verlos siempre pienso, como me decía aquella alumna, que lo que están
gritando es que necesitan alguien que les quiera, que les escuche, que
les comprenda. Se trata como siempre de un fenómeno ambivalente.

Estoy convencido de que los hombres podemos y debemos cuidar más
nuestra manera de presentarnos, de vestir y de comportarnos, podemos
aprender mucho de las mujeres también en todo esto. Mejor dicho, va
siendo hora de que superemos aquellos viejos estereotipos de rol que
asignaban unas cualidades a las mujeres y otras a los varones, y nos
decidamos a aprender unos de otros, a querernos unos a otros, a crear
espacios comunicativos humanos en los que nadie necesite presentarse
como un objeto para atraer la atención, en los que nadie se animalice
exhibiéndose como cebo para atrapar al depredador, en los que
realmente nadie quiera ser un florero.

Por: Jaime Nubiola, La Gaceta de los Negocios (Madrid)